jueves, 7 de agosto de 2014

Sobre Cartografía del tren

Acá dejo una hermosa reseña que hace Ana Velarde sobre Cartografía del tren (Praxis, SECUG 2013) 




Sobre Cartografía del tren de Yelitza Ruiz
Ana Velarde*



Leer sobre trenes y estaciones me lleva irremediablemente a un mundo distinto al mío, como si abriera una ventana y viera por ella un paisaje al que no pertenezco y al que no puedo acceder más que por medio de los otros, de quienes están comprometidos con esa manera de entender el mundo, con la costumbre de la espera, con la paciencia del viaje y el ritual del reencuentro. Yelitza Ruiz es una de ellos. Me gustaría conocer más a fondo su amor por los trenes, nunca hemos hablado sobre eso, no sé qué tanta ficción en estricto sentido haya en sus poemas, no sé cómo vivió su infancia con lo que respecta al ferrocarril ni quiero arriesgarme a tomar al yo lírico de su libro y a ella como un mismo individuo, sin embargo me revela una verdad luminosa, abre ante mí, página a página, una brecha en el tiempo, se abre a sí misma, y el que yo o cualquier lector haya viajado o no en ferrocarril se vuelve el detalle menos importante porque al avanzar por Cartografía del tren, lo tenemos frente a nosotros, vamos dentro de él y somos nosotros, por instantes, fantasmas en el tiempo. El poemario de Yelitza Ruiz, alberga paralelamente dos historias —la de una ciudad de “pupilas gastadas por el aire”, ingobernable, cansada, y la de la espera de un amor que se fue—, ambas con un elemento en común: el tren como contenedor de la memoria, como única esperanza. El libro se desarrolla en tres partes, que se unen como vías de ferrocarril. Tres partes que conforman un viaje, construido de palabras, pero que al avanzar se materializa. Los versos fluyen, se mueven y se hinchan con una honestidad que hiela por momentos los huesos del lector, y hace que uno se detenga inevitablemente a verse a sí mismo en los ojos de Yelitza, a ver su ciudad después de caminar por la de ella, a pensar dónde está enterrado nuestro ombligo, a dónde volvemos siempre, cuál es nuestra estación, cuál nuestro punto de partida, de qué tono es la oscuridad de nuestro insomnio.

La primera parte, Antigua estación, es una intuición de la ausencia de luz que llegará más adelante; los versos iniciales nos anticipan lo terrible: “las estaciones están en peligro (…) la ciudad quiere jubilar a los trenes (…) dicen que la paciencia se agota entre los pasajeros”, el yo lírico es testigo de que algo, que más adelante irá tomando forma de amor y de ciudad al mismo tiempo, se ausenta, se pierde en el pasado. Camina por las estaciones advirtiendo señales –humo amargo, noche-- y presintiendo una derrota, la del paso del tiempo. De la infancia quedan fisuras y de la ciudad, sólo los trenes que la contienen.

En la segunda parte, Cartografía del tren, el yo lírico admite la incertidumbre que hay a su alrededor, se llena de ella, la hace suya, y deja de ser testigo solamente para comenzar entonces a hablar de sí misma, y se duele, duda, reclama certidumbre para al final abandonarse a la fidelidad de los trenes, único vínculo con el pasado. Lo hace de afuera hacia adentro, mira primero el mundo para culminar en su interior; el destino incierto de la ciudad  le revela lo complejo de su amor, que dentro de su vientre y bajo la almohada tiene sentido, pero que en el caos de las luces de neón y en el bullicio citadino, “en un siglo donde el corazón es sordo”,  se dispersa.

La tercera parte, Trenes para habitar la ciudad,  es el momento en que el pasado, ese “milagro que no vuelve”, toma su lugar. La ciudad ya está deshabitada, los ciudadanos –en el exilio—“han olvidado como escuchar con el cuerpo”, han hecho suya la vigilia, y se han abandonado a las plegarias, a la noche. Anhelan los trenes, a pesar de que pareciera que temen cruzar puentes, las ansias de viaje los definen, les germinan en su adentro. La metáfora toma forma entonces: dice Yelitza que la estación está destruida, sin embargo el tren, el tren memoria, el tren contenedor de identidad, sigue existiendo entre dos dimensiones temporales y el yo lírico no lo abandona, vuelve siempre a donde está enterrado su ombligo, a la estación, pero no se queda “Nunca he sido de algún sitio; --dice-- siempre me han habitado diferentes mapas”

Cartografía del tren es un homenaje al mundo de antaño, dice la autora que “sin los trenes estaríamos entumidos, ligados a una muerte descalza”.






Ana Velarde (1991). Egresada de Letras Hispánicas de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Está incluida en varias antologías. En 2013 fue elegida para participar en el Curso de Creación Literaria para Jóvenes en la ciudad de Xalapa, organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana. Ha publicado el libro La luz cuando amanece (Ediciones Simiente, 2012).

lunes, 4 de agosto de 2014

Las posibles cartografías

A continuación dejo una reseña que mi querido Sergio D. Lara hace sobre Cartografía del tren




Las posibles cartografías
Sergio D. Lara*

En Cuautla, en el Estado de Morelos, se encuentra la Antigua Estación del Tren, en donde uno puede conocer y ver en acción a la más antigua máquina de vapor aún en funcionamiento. Ese espacio puntual, así como el viaje de 15 minutos que uno puede dar, son los últimos vestigios de una de las estaciones de lo que se conoce como el Ferrocarril Interoceánico. Esos son también mis únicos referentes y los vehículos por los que puedo, de alguna manera, conectarme con un pasado que me parece remoto y que, sin embargo, me lleva a preguntarme sobre las cosas que eran y han dejado de ser. Fuera de las posibles respuestas que yo pueda dar a esa pregunta absolutamente personal (y, como todas las preguntas personales, absolutamente cursi), creo que en el libro de Yelitza Ruiz está presente, de manera profunda, el conflicto que genera el paso del tiempo. Pero, al mismo tiempo, veo una segunda posibilidad de lectura que se aleja del terreno de lo histórico para hundir sus raíces en el vasto océano de lo amoroso. Me explico: creo que hay dos posibles lecturas del texto, dos vías de significación. La primera es la de una ciudad y su relación con el paso del tiempo: el pasado cuyo eje simbólico es el tren (y sus representaciones en el imaginario colectivo) se ve irremediablemente suplantado por un presente cuya bandera es el progreso y la modernidad, y cuyos símbolos serán primero el automóvil y después el avión. La segunda de estas posibilidades es la del cuerpo, territorio del amor y de la experiencia sexual (o sensual), como una forma de ciudad que hay que conocer y habitar y que, de alguna manera, también se ocupa de ese pasado que lo conforma. Ahí, el tren es una metáfora en constante resignificación, hasta convertirse en sujeto de un aprendizaje:

Algo deberías aprender del tren:
su hábito viajero
o la fidelidad que tiene a la estación. (33)

Con esto en mente veo una clara división en el poemario. La primera sección “Antigua estación”, en cuya adjetivación podemos ver ya la presencia del tiempo, y la última “Trenes para habitar una ciudad”, forman una especie de conjunto cuyo eje temático va a ser el conflicto entre el pasado (la memoria) y el futuro (el presente es, por supuesto, el lugar de la enunciación, donde el problema se manifiesta). Ya desde un inicio Yelitza nos advierte que “[l]as estaciones están en peligro” (15), y en esa advertencia encierra otra de igual rotundidad: nuestra memoria está en peligro y ese tren (también en peligro) es el lugar en donde viajan nuestros recuerdos (parafraseando otro verso del libro). Y es que los recuerdos (y, por lo tanto, lo inminente del olvido) forman la médula del poemario. Al igual que los habitantes de la ciudad parecen irse desprendiendo de su pasado en un viaje frenético hacia algo que suele llamarse el progreso, la memoria se va alejando de sus raíces. Bien lo dice la autora: “el pasado es un milagro que no vuelve” (45). Lo que salva, por supuesto, esa frágil memoria es el contacto íntimo entre el mundo (sus objetos, sus lugares, sus personas) y nuestra propia historia. El poema siete de “Tres para habitar la ciudad” es una muestra de eso:
En el patio de la estación
mi padre enterró mi ombligo al nacer (…)
no sé con qué propósito:
(…) Siempre que abordo un tren
mi ánimo viaja lejos,
pero vuelvo a descender aquí,
para mirar la fosa de mi germen. (51)

Los recuerdos hacen que la ciudad exista. Nuestros vínculos con el mundo nos comunican y nos salvan del olvido. En el acto ritual de enterrar el ombligo en el patio de la estación se cifra el misterio del tiempo: dejamos fragmento de nosotros que nos hacen pertenecer. Y si bien el discurso localista (o nacionalista) no es algo que me interese (y a la autora tampoco, o por lo menos no lo muestran los poemas) lo que sí interesa es la idea de pertenencia en el tiempo. Por eso me parece un gran acierto el poema final del libro que de alguna manera retoma todo lo que se ha ido esbozando para reconfortarse en la existencia de los trenes (“Sin los trenes estaríamos entumidos, ligados a una muerte descalza”), porque de alguna manera su existencia nos permite salir (viajar) y, sobre todo, nos permite volver. Así, de la misma manera en que el ferrocarril que hay en mi estado (esa antiquísima máquina de vapor) me permite intuir un pasado que es y no es el mío, el tren que habita estos poemas es también una forma de comunión.
En la sección central del libro podemos presenciar el paso último de esa comunión: la autora abandona (no completamente) el conflicto del progreso para enfrentarse a otra clase de memoria: la del cuerpo. En los quince poemas que conforman “Cartografía del tren” la ciudad y los trenes se vuelven un pretexto para hablar de otra cosa, por eso la ciudad aparece personificada (por ejemplo, en el poema tres, donde se le atribuye un rostro que palidece). Así, el yo poético es capaz de desplegar un mapa y tratar de encontrar el cuerpo del amado, o afirmar que “la ciudad somos nosotros”. Pero habría que matizar algo: si bien ciudad y cuerpo están estrechamente ligados en esta sección, hay una diferencia radical que, me parece, es uno de los aciertos del poemario: Mientras que “[l]a ciudad no tiene recuerdo de los habitantes” (35), y en ese sentido es indiferente al paso del tiempo, el yo poético posee “una memoria recia” (29) y por eso puede rescatar las cosas del olvido. La respuesta que yo creo entrever en este libro está no tanto en el reconocimiento de las huellas del pasado (como se intuye en el poema doce) sino en los misterios del amor y del deseo. Por eso, ante el descubrimiento que se enuncia en el poema antes citado (“[l]a ciudad no tiene recuerdo de los habitantes”), el yo poético presenta la fecundidad de su vientre (“ahí”, dice, “donde guarece lo que somos”), casi como una ofrenda. El nuevo conflicto se presenta: ahora la búsqueda no es la del tiempo, sino la de la permanencia de lo amado.






*Sergio D. Lara (Ciudad de México, 1992) es poeta y editor. Egresado de Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. En 2013 su poemario Las máscaras resultó ganador del Premio Nacional de Poesía Joven “Josué Mirlo”. Beneficiario del PECDA Morelos en 2011. Es fundador y director de  Ediciones Simiente. Ha publicado el poemario Ciudades bajo la lluvia (ritual para conjurarte) (EdicioneZetina, 2011) y Génesis (Apuntes para una teoría sobre la imagen y el sonido) (ICM, 2013), este último ganador de la Convocatoria para Publicación de Obra Inédita del Instituto de Cultura de Morelos. Ha participado en diversos encuentros nacionales e internacionales. En 2013 participó en el curso de Jóvenes Creadores impartido por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana, en Xalapa. Muestras de su trabajo aparecen en la antología Cruce de peatones. Estaciones presentidas (Proyecto Diorama, 2012), así como en distintas revistas y periódicos.

viernes, 1 de agosto de 2014

Agosto






"Agosto no es abril, el mes más cruel": Javier Sicilia