A continuación dejo una reseña que mi querido Sergio D. Lara hace sobre Cartografía del tren
Las posibles cartografías
Sergio D. Lara*
En
Cuautla, en el Estado de Morelos, se encuentra la Antigua Estación del Tren, en
donde uno puede conocer y ver en acción a la más antigua máquina de vapor aún
en funcionamiento. Ese espacio puntual, así como el viaje de 15 minutos que uno
puede dar, son los últimos vestigios de una de las estaciones de lo que se
conoce como el Ferrocarril Interoceánico. Esos son también mis únicos
referentes y los vehículos por los que puedo, de alguna manera, conectarme con
un pasado que me parece remoto y que, sin embargo, me lleva a preguntarme sobre
las cosas que eran y han dejado de ser. Fuera de las posibles respuestas que yo
pueda dar a esa pregunta absolutamente personal (y, como todas las preguntas
personales, absolutamente cursi), creo que en el libro de Yelitza Ruiz está
presente, de manera profunda, el conflicto que genera el paso del tiempo. Pero,
al mismo tiempo, veo una segunda posibilidad de lectura que se aleja del
terreno de lo histórico para hundir sus raíces en el vasto océano de lo
amoroso. Me explico: creo que hay dos posibles lecturas del texto, dos vías de
significación. La primera es la de una ciudad y su relación con el paso del
tiempo: el pasado cuyo eje simbólico es el tren (y sus representaciones en el
imaginario colectivo) se ve irremediablemente suplantado por un presente cuya
bandera es el progreso y la modernidad, y cuyos símbolos serán primero el
automóvil y después el avión. La segunda de estas posibilidades es la del
cuerpo, territorio del amor y de la experiencia sexual (o sensual), como una
forma de ciudad que hay que conocer y habitar y que, de alguna manera, también
se ocupa de ese pasado que lo conforma. Ahí, el tren es una metáfora en
constante resignificación, hasta convertirse en sujeto de un aprendizaje:
Algo deberías aprender del tren:
su hábito viajero
o la fidelidad que tiene a la estación. (33)
Con
esto en mente veo una clara división en el poemario. La primera sección
“Antigua estación”, en cuya adjetivación podemos ver ya la presencia del
tiempo, y la última “Trenes para habitar una ciudad”, forman una especie de
conjunto cuyo eje temático va a ser el conflicto entre el pasado (la memoria) y
el futuro (el presente es, por supuesto, el lugar de la enunciación, donde el
problema se manifiesta). Ya desde un inicio Yelitza nos advierte que “[l]as
estaciones están en peligro” (15), y en esa advertencia encierra otra de igual
rotundidad: nuestra memoria está en peligro y ese tren (también en peligro) es
el lugar en donde viajan nuestros recuerdos (parafraseando otro verso del libro).
Y es que los recuerdos (y, por lo tanto, lo inminente del olvido) forman la
médula del poemario. Al igual que los habitantes de la ciudad parecen irse
desprendiendo de su pasado en un viaje frenético hacia algo que suele llamarse
el progreso, la memoria se va alejando de sus raíces. Bien lo dice la autora:
“el pasado es un milagro que no vuelve” (45). Lo que salva, por supuesto, esa
frágil memoria es el contacto íntimo entre el mundo (sus objetos, sus lugares,
sus personas) y nuestra propia historia. El poema siete de “Tres para habitar
la ciudad” es una muestra de eso:
En el patio de la estación
mi padre enterró mi ombligo al nacer (…)
no sé con qué propósito:
(…) Siempre que abordo un tren
mi ánimo viaja lejos,
pero vuelvo a descender aquí,
para mirar la fosa de mi germen. (51)
Los
recuerdos hacen que la ciudad exista. Nuestros vínculos con el mundo nos
comunican y nos salvan del olvido. En el acto ritual de enterrar el ombligo en
el patio de la estación se cifra el misterio del tiempo: dejamos fragmento de
nosotros que nos hacen pertenecer. Y si bien el discurso localista (o
nacionalista) no es algo que me interese (y a la autora tampoco, o por lo menos
no lo muestran los poemas) lo que sí interesa es la idea de pertenencia en el
tiempo. Por eso me parece un gran acierto el poema final del libro que de
alguna manera retoma todo lo que se ha ido esbozando para reconfortarse en la
existencia de los trenes (“Sin los trenes estaríamos entumidos, ligados a una
muerte descalza”), porque de alguna manera su existencia nos permite salir
(viajar) y, sobre todo, nos permite volver. Así, de la misma manera en que el
ferrocarril que hay en mi estado (esa antiquísima máquina de vapor) me permite
intuir un pasado que es y no es el mío, el tren que habita estos poemas es
también una forma de comunión.
En
la sección central del libro podemos presenciar el paso último de esa comunión:
la autora abandona (no completamente) el conflicto del progreso para
enfrentarse a otra clase de memoria: la del cuerpo. En los quince poemas que
conforman “Cartografía del tren” la ciudad y los trenes se vuelven un pretexto
para hablar de otra cosa, por eso la ciudad aparece personificada (por ejemplo,
en el poema tres, donde se le atribuye un rostro que palidece). Así, el yo
poético es capaz de desplegar un mapa y tratar de encontrar el cuerpo del
amado, o afirmar que “la ciudad somos nosotros”. Pero habría que matizar algo:
si bien ciudad y cuerpo están estrechamente ligados en esta sección, hay una
diferencia radical que, me parece, es uno de los aciertos del poemario:
Mientras que “[l]a ciudad no tiene recuerdo de los habitantes” (35), y en ese
sentido es indiferente al paso del tiempo, el yo poético posee “una memoria
recia” (29) y por eso puede rescatar las cosas del olvido. La respuesta que yo
creo entrever en este libro está no tanto en el reconocimiento de las huellas
del pasado (como se intuye en el poema doce) sino en los misterios del amor y
del deseo. Por eso, ante el descubrimiento que se enuncia en el poema antes
citado (“[l]a ciudad no tiene recuerdo de los habitantes”), el yo poético
presenta la fecundidad de su vientre (“ahí”, dice, “donde guarece lo que
somos”), casi como una ofrenda. El nuevo conflicto se presenta: ahora la
búsqueda no es la del tiempo, sino la de la permanencia de lo amado.
*Sergio D. Lara (Ciudad de México, 1992) es poeta y editor. Egresado de Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. En 2013 su poemario Las máscaras resultó ganador del Premio Nacional de Poesía Joven “Josué Mirlo”. Beneficiario del PECDA Morelos en 2011. Es fundador y director de Ediciones Simiente. Ha publicado el poemario Ciudades bajo la lluvia (ritual para conjurarte) (EdicioneZetina, 2011) y Génesis (Apuntes para una teoría sobre la imagen y el sonido) (ICM, 2013), este último ganador de la Convocatoria para Publicación de Obra Inédita del Instituto de Cultura de Morelos. Ha participado en diversos encuentros nacionales e internacionales. En 2013 participó en el curso de Jóvenes Creadores impartido por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana, en Xalapa. Muestras de su trabajo aparecen en la antología Cruce de peatones. Estaciones presentidas (Proyecto Diorama, 2012), así como en distintas revistas y periódicos.
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