lunes, 4 de agosto de 2014

Las posibles cartografías

A continuación dejo una reseña que mi querido Sergio D. Lara hace sobre Cartografía del tren




Las posibles cartografías
Sergio D. Lara*

En Cuautla, en el Estado de Morelos, se encuentra la Antigua Estación del Tren, en donde uno puede conocer y ver en acción a la más antigua máquina de vapor aún en funcionamiento. Ese espacio puntual, así como el viaje de 15 minutos que uno puede dar, son los últimos vestigios de una de las estaciones de lo que se conoce como el Ferrocarril Interoceánico. Esos son también mis únicos referentes y los vehículos por los que puedo, de alguna manera, conectarme con un pasado que me parece remoto y que, sin embargo, me lleva a preguntarme sobre las cosas que eran y han dejado de ser. Fuera de las posibles respuestas que yo pueda dar a esa pregunta absolutamente personal (y, como todas las preguntas personales, absolutamente cursi), creo que en el libro de Yelitza Ruiz está presente, de manera profunda, el conflicto que genera el paso del tiempo. Pero, al mismo tiempo, veo una segunda posibilidad de lectura que se aleja del terreno de lo histórico para hundir sus raíces en el vasto océano de lo amoroso. Me explico: creo que hay dos posibles lecturas del texto, dos vías de significación. La primera es la de una ciudad y su relación con el paso del tiempo: el pasado cuyo eje simbólico es el tren (y sus representaciones en el imaginario colectivo) se ve irremediablemente suplantado por un presente cuya bandera es el progreso y la modernidad, y cuyos símbolos serán primero el automóvil y después el avión. La segunda de estas posibilidades es la del cuerpo, territorio del amor y de la experiencia sexual (o sensual), como una forma de ciudad que hay que conocer y habitar y que, de alguna manera, también se ocupa de ese pasado que lo conforma. Ahí, el tren es una metáfora en constante resignificación, hasta convertirse en sujeto de un aprendizaje:

Algo deberías aprender del tren:
su hábito viajero
o la fidelidad que tiene a la estación. (33)

Con esto en mente veo una clara división en el poemario. La primera sección “Antigua estación”, en cuya adjetivación podemos ver ya la presencia del tiempo, y la última “Trenes para habitar una ciudad”, forman una especie de conjunto cuyo eje temático va a ser el conflicto entre el pasado (la memoria) y el futuro (el presente es, por supuesto, el lugar de la enunciación, donde el problema se manifiesta). Ya desde un inicio Yelitza nos advierte que “[l]as estaciones están en peligro” (15), y en esa advertencia encierra otra de igual rotundidad: nuestra memoria está en peligro y ese tren (también en peligro) es el lugar en donde viajan nuestros recuerdos (parafraseando otro verso del libro). Y es que los recuerdos (y, por lo tanto, lo inminente del olvido) forman la médula del poemario. Al igual que los habitantes de la ciudad parecen irse desprendiendo de su pasado en un viaje frenético hacia algo que suele llamarse el progreso, la memoria se va alejando de sus raíces. Bien lo dice la autora: “el pasado es un milagro que no vuelve” (45). Lo que salva, por supuesto, esa frágil memoria es el contacto íntimo entre el mundo (sus objetos, sus lugares, sus personas) y nuestra propia historia. El poema siete de “Tres para habitar la ciudad” es una muestra de eso:
En el patio de la estación
mi padre enterró mi ombligo al nacer (…)
no sé con qué propósito:
(…) Siempre que abordo un tren
mi ánimo viaja lejos,
pero vuelvo a descender aquí,
para mirar la fosa de mi germen. (51)

Los recuerdos hacen que la ciudad exista. Nuestros vínculos con el mundo nos comunican y nos salvan del olvido. En el acto ritual de enterrar el ombligo en el patio de la estación se cifra el misterio del tiempo: dejamos fragmento de nosotros que nos hacen pertenecer. Y si bien el discurso localista (o nacionalista) no es algo que me interese (y a la autora tampoco, o por lo menos no lo muestran los poemas) lo que sí interesa es la idea de pertenencia en el tiempo. Por eso me parece un gran acierto el poema final del libro que de alguna manera retoma todo lo que se ha ido esbozando para reconfortarse en la existencia de los trenes (“Sin los trenes estaríamos entumidos, ligados a una muerte descalza”), porque de alguna manera su existencia nos permite salir (viajar) y, sobre todo, nos permite volver. Así, de la misma manera en que el ferrocarril que hay en mi estado (esa antiquísima máquina de vapor) me permite intuir un pasado que es y no es el mío, el tren que habita estos poemas es también una forma de comunión.
En la sección central del libro podemos presenciar el paso último de esa comunión: la autora abandona (no completamente) el conflicto del progreso para enfrentarse a otra clase de memoria: la del cuerpo. En los quince poemas que conforman “Cartografía del tren” la ciudad y los trenes se vuelven un pretexto para hablar de otra cosa, por eso la ciudad aparece personificada (por ejemplo, en el poema tres, donde se le atribuye un rostro que palidece). Así, el yo poético es capaz de desplegar un mapa y tratar de encontrar el cuerpo del amado, o afirmar que “la ciudad somos nosotros”. Pero habría que matizar algo: si bien ciudad y cuerpo están estrechamente ligados en esta sección, hay una diferencia radical que, me parece, es uno de los aciertos del poemario: Mientras que “[l]a ciudad no tiene recuerdo de los habitantes” (35), y en ese sentido es indiferente al paso del tiempo, el yo poético posee “una memoria recia” (29) y por eso puede rescatar las cosas del olvido. La respuesta que yo creo entrever en este libro está no tanto en el reconocimiento de las huellas del pasado (como se intuye en el poema doce) sino en los misterios del amor y del deseo. Por eso, ante el descubrimiento que se enuncia en el poema antes citado (“[l]a ciudad no tiene recuerdo de los habitantes”), el yo poético presenta la fecundidad de su vientre (“ahí”, dice, “donde guarece lo que somos”), casi como una ofrenda. El nuevo conflicto se presenta: ahora la búsqueda no es la del tiempo, sino la de la permanencia de lo amado.






*Sergio D. Lara (Ciudad de México, 1992) es poeta y editor. Egresado de Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. En 2013 su poemario Las máscaras resultó ganador del Premio Nacional de Poesía Joven “Josué Mirlo”. Beneficiario del PECDA Morelos en 2011. Es fundador y director de  Ediciones Simiente. Ha publicado el poemario Ciudades bajo la lluvia (ritual para conjurarte) (EdicioneZetina, 2011) y Génesis (Apuntes para una teoría sobre la imagen y el sonido) (ICM, 2013), este último ganador de la Convocatoria para Publicación de Obra Inédita del Instituto de Cultura de Morelos. Ha participado en diversos encuentros nacionales e internacionales. En 2013 participó en el curso de Jóvenes Creadores impartido por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana, en Xalapa. Muestras de su trabajo aparecen en la antología Cruce de peatones. Estaciones presentidas (Proyecto Diorama, 2012), así como en distintas revistas y periódicos.